Corrían los cálidos vientos del verano santiaguino de comienzos de los 70, y en la atmósfera se respiraban aires de cambio y turbulencia que no pasaban
indiferentes. Chile se había convertido en un estado
atrayente: una década después de ser el anfitrión de la Copa
Mundial de Fútbol, su política nacional hacía noticia en el
mundo entero, todo esto bajo la efervescencia de nuevas
modas juveniles y de una vida cultural intensa. Ahora,
esta pequeña y larga franja de tierra al sur del mundo se
esforzaba por convertirse en una nación desarrollada.
Como parte de este ardor, uno de los proyectos emblemáticos
fue la construcción del Metro en Santiago. En 1968 se
habían aliado las
empresas francesas
Bceom y Sofretu y
la consultora chilena
CADE, para llevar a
cabo el plan aprobado
por el gobierno de
Eduardo Frei Montalva que creaba el Metro, luego de que
un estudio lo definiera como absolutamente necesario. Se
había decidido dar marcha al gran proyecto que cambiaría
la cara visible de Santiago para siempre. Dos años después
habían comenzado las obras de construcción, en una línea
concebida inicialmente entre San Pablo y La Moneda, y que
luego se extendería para desarrollar un mapa de 5 líneas
con un total de 80 kilómetros a lo largo y ancho de la capital.
Las labores de construcción fueron parte de la cotidianeidad
de todos los santiaguinos. Los métodos iniciales se hacían
a cielo abierto, con excavaciones en talud que tomaban
mucho tiempo y a veces algunos vecinos debían incluso
mudarse esporádicamente de casa. La prensa de esos años
cuenta capítulos de autos que se caían a las excavaciones
y personas en dudoso estado que aparecían en las
mañanas durmiendo en los agujeros donde
pasarían los andenes.
Así comenzaron los setenta, y en medio
de un clima político y social difícil,
la construcción del metro no se
detuvo. Ramón Ross, recién
egresado de Ingeniería
Civil de la Facultad de Ciencias Físicas y Matemáticas de la
Universidad de Chile, se unía a las filas de la empresa CADE
en 1974, una de las instituciones pioneras en consultoría en
Chile.
“En algún momento fui a ver la posibilidad de hacer una
práctica en el IDP, que es la oficina que estaba frente al
metro, y que se dedicaba a la consultoría. Ahí no me fue
bien, pero después durante las vacaciones yo estaba en la
playa y me llamaron, y me preguntaron si me interesaba
trabajar con ellos. Entonces yo partí ahí ‘llevando los
planos’, porque en realidad todo eso se había hecho en base
a la necesidad de hacer una oficina de ingeniería de detalles
en el desarrollo de
proyectos, que no
existía en Chile en
esos momentos”,
cuenta Ross. “La
empresa CADE
se dedicaba casi
exclusivamente al Metro, que era el ‘proyecto 002’, lo tengo
grabado. Teníamos la ventaja de trabajar con las empresas
francesas, que tenían control en las operaciones de los
metros de Francia; por lo tanto, existía un gran manejo en
el know how de la operación y diseño de lo que debíamos
implementar acá”, recuerda el beauchefiano.
Bajo esta línea, muchos ingenieros chilenos viajaron
a especializarse a Francia para luego ejecutar sus
conocimiento en el Metro de Santiago. Alberto Boteselle,
Ingeniero Civil Electricista de la FCFM, fue uno de ellos.
Boteselle había trabajado desde 1972 en una empresa
eléctrica chilena, a cargo de los transformadores que Metro
usaría en el futuro. En noviembre de 1973, Juan Parrocchia,
arquitecto de la Chile, artífice del plan de urbanismo de
Santiago y Director del Metro en ese tiempo, le ofreció
formar parte de sus filas, a lo cual Alberto accedió, sin saber
que se quedaría trabajando ahí por 35 años.
“Uno de los mayores desafíos en ese tiempo fue preparar
a los trabajadores que mantendrían el metro. Sin
conocimientos del idioma francés, luego de estudiar un año
y medio fui enviado al Metro de París por nueve semanas
“...como si fuese una fábrica; es decir, era
un curso completamente enfocado en
problemas reales.”